La Cátedra

 

La libertad de cátedra, en cuanto libertad individual del docente, es en primer lugar y fundamentalmente, una proyección de la libertad ideológica y del derecho a difundir sin limitaciones ni cortapisas, los pensamientos, ideas y opiniones de las personas en el ejercicio de su función académica. Consiste, por tanto, en la posibilidad de expresar las ideas o convicciones que cada maestro asume como propias con relación a la materia objeto de su enseñanza.
La libertad conferida es una garantía constitucional y, al mismo tiempo, una valla inquebrantable que se levanta contra la educación oficializada. Por ello es una garantía contra la injerencia del Estado, de forma tal que mediante esta prohibición implícita, el profesor no sufre inhibiciones ni ataduras en los contenidos que pretenda acordar a su disciplina.
La cátedra se convierte así en un espacio de poder. Se domina la ciencia y con ello se tiene la posibilidad de orientar la formación. Los profesores acompañan al líder que instala sus libros como elemento principal de la enseñanza y, clase a clase, van interpretando sus pensamientos y transmitiendo al alumnado una idea particular.
En el ámbito del derecho esa influencia ha sido manifiesta en los mejores tiempos de la universidad argentina, que se volvieron ingratos cuando la noche de los “bastones largos” vació las unidades académicas y marcó un destino desventurado. Desde entonces, la Universidad quedó con un surco que el tiempo no ha borrado. También se produjo un cambio generacional que, en la actualidad, priva a las Facultades de una renovación permanente por faltar una generación.

 

De esta forma, en la universidad, y como dice Pierre Bourdieu, la autoridad está fundada en las expectativas de carrera, y el dirigismo de ella derivado –que se manifiesta en el léxico universitario- aparece como una de las amenazas de la libertad académica de los profesores. Estos han de someterse a las reglas del juego si quieren aspirar a la titularidad o una cátedra, lo que en muchos casos redunda en perjuicio de su libertad académica, al verse forzados a integrarse en el área de influencia y doblegarse a los dictados ideológicos o científicos de un catedrático o grupo de poder que asegure su promoción.

 

En definitiva, el concepto de cátedra tiene ventajas y desventajas elocuentes. Entre las primeras está el indiscutible beneficio que reporta a la evolución de la ciencia, el estudio sistemático y permanente de un grupo de docentes e investigadores orientados por el responsable de la conducción.
En cambio, en un tiempo menesteroso de líderes, y ante una comunidad universitaria que languidece o se cobija en demasiados centros de enseñanza demostrando la escasez de ilustrados para integrar planteles docentes en cada una de las casas de estudio, la cobertura de cátedras revierte la finalidad de éstas, dejándolas en manos de inexpertos o poco capacitados para la guía y conducción que la enseñanza universitaria merece.

 

En algunas universidades nacionales ante la imposibilidad de lograr, dentro de su claustro, un docente que aspire con posibilidades ciertas para alcanzar la titularidad de la cátedra, se prefiere elegir desde el consejo directivo, provocando la corporación interna y la inevitable desjerarquización. Por otra parte, este tipo de universidades le teme al concurso universitario porqué la independencia y autonomía que tenga el jurado electo puede conspirar contra esa tendencia a legalizar al mediocre. Si el concurso se declara desierto, queda expuesta la calidad intrínseca del claustro. De esta manera, la cobertura de cátedras se politiza y los docentes elegidos deben favores concedidos.

 

Límites ideológicos a la libertad de cátedra

 

A veces se escucha afirmar que la absoluta libertad de pensamiento no es posible de aceptar en entidades públicas o privadas que fomentan una determinada corriente ideológica.

 

El Tribunal Constitucional español ha dicho que resulta con toda evidencia que, negándose a una universidad libre calificada ideológicamente el poder de elegir a sus docentes sobre la base de una evaluación de su personalidad y negándose a la misma el poder de rescindir el contrato cuando las concepciones ideológicas o religiosas del docente hayan llegado a ser contrarias a las que caracterizan al centro, se mortificaría y se negaría la libertad de éste, inconcebible sin la titularidad de aquellos poderes. Los cuales, conviene añadir, constituyen ciertamente una limitación indirecta de la libertad del docente pero no constituyen violación de ella, porqué el docente es libre de adherirse con la aceptación de la llamada, a las particulares finalidades del centro; libre es de rescindir, a su elección, su relación con el mismo cuando tales finalidades no sean ya compartidas.

 

Con este marco se persigue ejercer un perfil académico que se transmite a los contenidos de la enseñanza. El docente adscribe a ese requerimiento de la escuela y ajusta sus clases al molde predispuesto.
Universidades pontificias, laicas, agnósticas o de cualquier signo no escapan a esta generalidad, aun cuando se suele solapar la consigna bajo la apariencia de materias formativas que no hacen más que confirmar el aserto.
Es verdad que cada Casa de Altos Estudios permite a sus profesores la libertad pedagógica; también lo es que los programas y planes de trabajo llevan la impronta de quien los realiza y que, por ello mismo, separan lo curricular de la tendencia. Pero no se puede negar que cada Universidad tiene una consigna: formar ilustres profesionales en la fe católica; lograr una alta pertenencia con el lugar del que gradúan a efectos de reciclar en ellos la enseñanza recibida; formarlos para la vida profesional antes que para ser universitarios y lo que ello significa; instalarlos como lideres políticos o de la economía, etc.

 

Desde una perspectiva pasiva o receptora, la libertad de educación, extiende su contenido al derecho de elegir (los padres) la formación religiosa y moral que desean para sus hijos, que se plasma, primaria pero no únicamente, en el derecho de elección de centro docente; y desde una perspectiva activa, incluye la libertad para educar, es decir, para enseñar y darle a la enseñanza el sentido formativo acorde con las convicciones del docente. Esta última, a su vez, -afirma Torres del Moral- puede desdoblarse en la libertad de creación de centros docentes, que lleva implícito el derecho a dirigirlos e imprimirles un ideario o carácter propio y la libertad de cátedra.

 

De suyo no está mal que se concrete tal pensamiento que hace a los fines institucionales, lo fatídico es que se acorte la visión del programa a lo que es “conveniente” o “recomendable” para la cátedra; circunstancias que empequeñecen el sentido de la libertad en comentario.

Límites curriculares a la libertad de cátedra

 

El diseño de los programas de enseñanza, amparados en el principio de la libertad de pensamiento y de enseñanza, proyecta un plan de acción donde los contenidos de la asignatura se desarrollarán ordenadamente en el tiempo que la materia tiene fijados.
Es obvio que cada disciplina se articula con otra (de allí las consabidas correlatividades) y que una afirma la siguiente y soporta la que precede. Es la estructura relacionada de típica raigambre normativa, donde la enseñanza se planifica sobre la base de los códigos y las leyes.
Este modelo aprisiona para sí los contenidos de su propio interés. El fenómeno se muestra con claridad en buena parte de las universidades argentinas donde se respeta la consigna de lo codificado y estratificados, donde no se puede evaluar una ciencia si el alumno aprobado no tiene aprobada la que se presupuesta como anterior y necesaria.
La educación basada en los códigos elude la enseñanza abierta por la cual se consigue una visión amplia de los problemas y cuestiones que tiene determinada materia; en su lugar prefiere concentrarse en un detalle de artículos que reglamentan contenidos, cuyos enunciados suelen coincidir con las páginas de una obra concreta.
Esta sistemática que se repite en los programas observados conspira contra la libertad de cátedra, porqué en ésta no se trata de enseñar lo que el profesor quiere, sino de ofrecerle al alumno una visión sin restricciones previas donde él pueda decidir el criterio que estime, de acuerdo a sus propias convicciones, y a lo esencialmente aprehendido.

 

Dice Lozano que para no constituir una restricción previa del ejercicio de libertad de cátedra, el programa de la asignatura debe permitir por tanto al profesor defender su propia visión de cada tema y discrepar de otras opiniones, aunque ha de señalarle, en aras de la organización y programación de la función docente en la que se desarrolla este derecho las materias que constituyen el contenido mínimo de la asignatura y que está obligado a explicar.
El profesor García Cuadrado se ha pronunciado en estos términos: “la libertad de cátedra permite a cada profesor enseñar la disciplina según su propia y personal visión, pero no le autoriza para hurtar a sus alumnos los conocimientos de esa disciplina que sean socialmente necesarios”.

 

No se coarta la libertad de cátedra si los programas del plan de estudios son revisados y controlados por la autoridad académica. Al contrario, es una coordinación de contenidos en beneficio de la acción pedagógica.

 

No se nos escapa que en el pasado la imposición estatal de los programas fue uno de los métodos utilizados por los gobiernos decimonónicos para controlar la función docente, y por ello la lucha de los Krausistas por la libertad de la ciencia pasó por la defensa de la libertad en el método, la libre determinación por el docente de los textos y del programa con arreglo a los cuales impartir su asignatura; pero el peligro de que el programa se utilice como instrumento de control ideológico no existe en la actualidad, si el mismo se configura –como dice Lozano- como una mera relación objetiva de los temas a tratar y se encomienda su fijación, en el seno de la una universidad dotada de autonomía, a un órgano integrado mayoritariamente por los profesores responsables de la enseñanza.

 

Cuando la enseñanza superior se posiciona en la libertad de ideas, el profesor encuentra mayor discrecionalidad para, sin apartarse de la orientación mentada en los contenidos mínimos ineludibles, desarrollar críticas y problemas antes que desenvolver un plan puramente expositivo y dogmático.
De esta forma, la libertad de cátedra encuentra límites propios derivados de la actitud crítica y de la articulación insoslayable que vincula a otras áreas disciplinares de la ciencia jurídica.
(Tomado de nuestro libro “La enseñanza del derecho en Argentina)

Mi idea sobre la Cátedra

 

La cátedra es una obra de arte que supone del artífice, el profesor, una gran dedicación, una vocación y una entrega total para lograr un resultado adecuado, cuál es el aprendizaje por parte de los alumnos y la exigencia de capacitar en forma permanente a cada docente que está al frente de la responsabilidad de enseñar.
Sostiene Parra Quijano que la cátedra no es un producto industrial o comercial, que se pueda producir en serie, sin dejar huellas artísticas en el producto; ésta no sería una clase sino una seudo-clase. Quien es profesor de tiempo completo en dos facultades, puedo afirmar que jamás podrá producir ni un solo apunte de clase, ya que no tiene tiempo de estudiar, de pensar, de sopesar lo que enseña; por lo tanto, no aumenta sus conocimientos y a medida que pasa el tiempo va diciendo menos cosas y más esquematizadas, sintéticas, pero claro está, menos profundas y actualizadas.
Este profesor repetitivo, y seguramente “claro”, es atractivo para los estudiantes, ya que todo lo que dice es fácil, por lo esquemático. El profesor que enseña con base en estos esquemas destruye lo más valioso del alumno: la curiosidad; al hacerlo, domestica al estudiante y podrá llevar su cátedra con parsimonia mental, sin correr riesgo de ser “rajado” por sus alumnos.
No se llega a conocer al alumno, menos aún se consigue disciplinar la metodología y, pocas veces –casi nunca- se obtiene un discípulo para el futuro.
De alguna manera, el docente argentino de derecho excusa en el orden y la prolijidad su falta de preparación acorde con la dedicación que actualmente requiere la enseñanza universitaria. Sabemos de la crudeza de esta afirmación, pero no hay que olvidar la observación que surge de una investigación realizada por Rosendo Fraga, del “Centro de Estudios para la Nueva Mayoría” (efectuada en el año 1998) donde se constata que las personas mayores de 50 años son las que menos leen: poco más de la mitad no han leído ningún libro en el último año.
Teniendo en cuenta todo esto, mi cátedra de Derecho Procesal Civil en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires se fue conformando desde que asumí la titularidad en el año 1997 con un grupo que comenzó siendo ayudantes y hoy son adjuntos ordinarios e interinos, jefes de trabajos prácticos regulares y transitorios y un cúmulo constante de ayudantes que van ingresando por la puerta que les abre el concurso anual y la más amplia que tienen como graduados de la carrera de especialización en derecho procesal civil.
Hoy la cátedra es mi reducto de contención. Somos como una familia con un “pater” disciplinado y un poco exigente, por ser benevolente conmigo. Todos llevan muchos años a mi lado, y este espacio que les doy en esta página web es solo el reconocimiento a su esfuerzo profesional y al cariño que día a día me entregan. Vaya a ellos todos mi gratitud.